Ignacio de Loyola* y sus primeros compañeros, quienes fundaron la Compañía de Jesús* en 1540, no tenían originalmente la intención de establecer escuelas. Pero no tardaron en abrir universidades para la educación de la multitud de hombres jóvenes que acudían para ingresar en su orden religiosa*. Y en 1547, a Ignacio le pidieron que abriera una escuela para hombres jóvenes laicos. Al momento de su muerte en 1556, ya existían 35 colegios de este tipo (que hoy día comprenden la escuela secundaria y el primer año o dos de universidad). Para la fecha en que se cerró la orden (1773), el número había ascendido a más de 800, todos ellos parte de un sistema de educación humanística integrada que era internacional, unidos en una empresa común, procedentes de distintas culturas diferentes y con distintos idiomas. Estos Jesuitas* eran distinguidos matemáticos, astrónomos y físicos; lingüistas y dramaturgos; pintores y arquitectos; filósofos y teólogos; incluso lo que hoy día se conocerían como antropólogos culturales. Estos acontecimientos no son sorprendentes; todos los fundadores de las órdenes eran graduados de la Universidad de París, y la espiritualidad* de Ignacio les enseñó a los Jesuitas a encontrar a Dios “en todas las cosas”. Sin embargo, después de que la orden fue restaurada en 1814, las escuelas y académicos de Europa jamás recuperaron el prestigio que habían tenido. Además, se habían dedicado en gran medida a resistir el pensamiento moderno y la cultura que caracterizó la vida intelectual católica a lo largo del siglo XIX y más allá. En otras partes del mundo, especialmente en los Estados Unidos, el siglo XIX vio un renacimiento de la educación jesuita. Veintiuno de los 28 colegios y universidades jesuitas actuales de los Estados Unidos se fundaron durante ese siglo. Esos colegios atendieron las necesidades de personas inmigrantes, permitiéndoles progresar y mantener y practicar su fe católica en un ambiente protestante frecuentemente hostil. Después de la 2da Guerra Mundial, la educación superior jesuita en los Estados Unidos (al igual que la educación superior en general) experimentó un enorme crecimiento y democratización de la Ley del Soldado (G.I. Bill). Este crecimiento supuso un cambio considerable de un personal académico principalmente jesuita a uno compuesto cada vez más por hombres laicos (y más recientemente, por mujeres). Además, el Concilio Vaticano II* (1962-1965) provocó un estallido de energía en la iglesia católica y la orden jesuita por participar en el mundo moderno, incluyendo su vida intelectual. Por último, las escuelas jesuitas en los años 70 y 80 pasaron a profesionalizarse a través de la contratación de personal académico con formación altamente especializada y títulos finales de las mejores escuelas de posgrado. Estos cambios radicales en los últimos 50 años han llevado a las escuelas jesuitas de los EE.UU. hasta la presente situación en la que se enfrentan a preguntas cruciales. ¿Se fusionarán las llamadas instituciones jesuitas de enseñanza superior con las academias estadounidenses tradicionales, perdiendo por lo tanto su carácter distintivo y razón para existir, o tendrán la creatividad para volverse más distintivas? Mientras adoptan lo mejor de la educación y cultura estadounidense, ¿seguirán ofreciendo una alternativa en el espíritu de su herencia jesuita? ¿Fomentarán la integración del conocimiento, o reinará la especialización y continuará la fragmentación del conocimiento? ¿Relacionarán la enseñanza con el Trascendente, con Dios, o se permitirá que la experiencia espiritual* desaparezca de toda consideración excepto en departamentos de teología aislados? Mientras desarrollan la mente, sin duda, ¿también desarrollarán una imaginación mundial transcultural y un corazón compasivo para reconocer y trabajar por el bien común, especialmente para mejorar a los más pobres y los que no tienen voz [ver “Hombres y mujeres para los demás* y “El servicio de la fe y la promoción de la justicia*], o serán los valores dominantes presentes en ellos el interés propio y el “balance final”?