Por Ian Peoples, SJ
En mi ministerio como capellán del Centro Correccional Juvenil Wagner (WYF, por sus siglas en inglés), que forma parte de la Prisión Central de Belice, a menudo hablo de tú a tú con los jóvenes. Poco después de comenzar mi trabajo en noviembre del año pasado, tuve una conversación en la que todavía pienso a menudo.
Uno de los jóvenes, al que me referiré como Paul, había llegado recientemente a la WYF y estaba teniendo una transición difícil. Mientras hablaba con Paul, noté lo que parecía un corte sobre su ojo. Le pregunté al respecto. Resulta que el corte era en realidad una cicatriz, una de las muchas que marcan el cuerpo de Paul. El joven de 16 años pasó a señalar la gran cantidad de cicatrices, en su mayoría heridas de arma blanca y múltiples heridas de entrada y salida de disparos.
Paul me contó una historia sobre una de las cicatrices que le dejó un machete. Otro adolescente de la ciudad amenazó a Paul y luego lo cortó con el machete. Paul pensó que iba a morir antes de que su hermano pequeño consiguiera quitarle el machete al agresor de Paul. Entonces Paul se convirtió en el agresor.
«Fui a cortarle, y él sacó la mano, así que le corté la mano», describió Paul el enfrentamiento. «Luego su chica se puso delante de mí, así que la corté. Luego corté al chico en la cabeza. Entonces mi hermano y yo salimos corriendo», dijo Paul, antes de quedarse callado.
Tras una larga pausa, me preguntó: «¿Ha hecho alguna vez algo así, señor Peoples?».
La razón por la que pienso en esa historia tan a menudo no es por la violencia gráfica -hay mucha en las historias de los otros chicos-, sino por esa pregunta que me hizo al final: «¿Ha hecho alguna vez algo así, Sr. Peoples?».
Esa pregunta señala la norma de la vida en las calles de Ciudad de Belice. Esta historia, que sería noticia en Estados Unidos, forma parte de la vida cotidiana de estos jóvenes.
«¿Has hecho alguna vez algo así?», resuena en mi mente. Los jóvenes con los que me encuentro en la cárcel han nacido en barrios violentos. La mayoría, si no todos, tiene graves traumas infantiles por abusos sexuales, emocionales o físicos, además de ser testigos habituales de delitos violentos y sus consecuencias, como las víctimas de disparos que yacen muertas en las calles.
Ante estas duras realidades, a veces me pregunto qué estoy haciendo aquí. No tengo la formación necesaria para ofrecer la terapia que estos chicos necesitan, ni soy en absoluto un experto en el trabajo con personas implicadas en bandas.
Afortunadamente, Dios utiliza a estos chicos para volver a ponerme los pies sobre la tierra, como cuando uno de ellos preguntó durante una sesión de estudio bíblico en grupo: «Señor Peoples, ¿no es cierto que vas a ir al infierno si matas a alguien?».
Es esa pregunta la que me ayuda a recordar cuál es mi misión en la prisión: proclamar la amorosa misericordia de Dios. Tengo que trabajar para disipar la oscuridad de la desesperación. Puedo decirles a estos chicos que Dios está siempre dispuesto a perdonar; sus brazos están siempre abiertos para recibirlos.
Un documento de la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús dice: «La misión del pecador reconciliado es la misión de la reconciliación: la obra de la fe que hace justicia. Un jesuita da libremente lo que ha recibido libremente: el don del amor redentor de Cristo».
Tengo la oportunidad de proclamar ese amor cada día en la prisión. Entre los demás aspectos de mi ministerio en la WYF -trabajo de alfabetización, actividades recreativas, etc. – nada es más importante que compartir el amor inconmensurable de Dios.
Mi ministerio en la WYF me permite vivir las Preferencias Apostólicas Universales (PAU) de la Compañía de Jesús de una manera única. Resulta fundamental para mi trabajo en la prisión guiar a los jóvenes hacia un futuro lleno de esperanza, una de las cuatro PAU.
Me siento humilde de estar en el lugar de los jesuitas que me precedieron y que han pasado años en el ministerio de la prisión, incluyendo a nuestro provincial, el P. Tom Greene. Fue su trabajo el que me inspiró originalmente a considerar hacer mi magisterio en Belice. Durante una reunión provincial hace unos años, nos sentamos juntos en una de las cenas. Él era el superior de nuestra comunidad en Belice en ese momento, y pude ver que amaba a la gente de Belice por la forma en que compartía historias sobre su trabajo. Fue entonces cuando me di cuenta: «¡Vaya, Belice es parte de nuestra provincia! ¿Cómo podría ser un magisterio allí?».
Siguiendo el consejo del padre Greene, visité Belice durante el verano de 2019 para conocer el lugar. Durante una breve estancia de dos semanas, pude organizar un pequeño campamento de fútbol en una de las aldeas mayas, hacer ministerio con pacientes del hospicio en la ciudad de Belice, dirigir servicios de comunión en nuestra parroquia en la pequeña isla de Caye Caulker y visitar la WYF. Lo que más me entusiasmó durante esa visita fue la sensación de posibilidad. Las posibilidades del ministerio en el país son infinitas.
Después de estar en Belice durante casi ocho meses, ese entusiasmo original permanece, aunque ahora se ha visto atenuado por la aleccionadora realidad del sufrimiento que experimentan tantas personas. Ese sufrimiento, y la inmensa necesidad de consuelo y curación, es exactamente la razón por la que Belice es el lugar adecuado para permanecer. Para mí y para la Compañía.